lunes, 11 de agosto de 2014

CIEN AÑOS DEL 4 DE AGOSTO DE 1914

CUANDO SE HUNDIÓ TODO,

CUANDO SE BIFURCARON LOS CAMINOS
   
Se está armando mucho ruido con el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. No es para menos. Hasta la más superficial de las miradas nos revela que es el acontecimiento que dio forma al mundo actual.
 

La Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra como ingenuamente la denominaron los que la vivieron sin imaginar lo que vino después, fue un acontecimiento que inició una época. Es cierto que su amplitud geográfica se quedó corta comparada con la Segunda, pero fue de verdad mundial porque aunque sus campos de batalla se situaban sólo en Europa (y Oriente Medio), involucró a Turquía, Rusia y Estados Unidos; además, el conjunto de África y Asia estaba enredada por ser posesiones coloniales en disputa de las potencias beligerantes o por estar ligados a ellas por multitud de tratados vinculantes.

También fue la primera guerra en la que la población civil se vio afectada en un enorme grado. Aunque se pueden rastrear precedentes en el siglo XIX europeo, y los bombardeos sobre población civil, casi experimentales, palidecen ante lo desde entonces se vivió, sigue siendo la primera guerra que merece realmente la denominación de total.

La guerra vino precedida por la “paz armada”, largos años de acumulación de tensiones y arsenales por parte de todas las potencias europeas. Europa vivía sobre un barril de pólvora y durante años parecía que cualquier chispa podía hacerlo estallar. Finalmente fue en 1914, con el asesinato del príncipe heredero del Imperio Austrohúngaro a manos de un nacionalista serbio cuando estalló, pero sería absurdo exagerar la importancia de este episodio. Tres años antes el incidente de Agadir estuvo a punto de hacer lo mismo.

En su momento, la guerra significó el estallido desvergonzado del chovinismo y el patrioterismo en todos los países. Las supuestas “democracias” revelaron su carácter de dictaduras de clase con taparrabos parlamentarios. No se trataba sólo del zarismo en Rusia o del gobierno autoritario de los Hohenzollern en Alemania, se trataba de las bandas de fanáticos armados que destrozaban las tiendas de los inmigrantes alemanes en Londres o de la turba histérica que apaleaba y disparaba contra los “inmigrantes antipatrióticos” en los Estados Unidos.

Y sin embargo, aquel estallido patriotero es visto hoy casi oficialmente con disgusto, cuando no abiertamente rechazado. Series de TV, películas, bestsellers, con frecuencia presentan la Gran Guerra como un repugnante estallido de violencia causado por el militarismo, el imperialismo y el colonialismo, en la que ninguno de los dos bandos representaba nada progresista en lugar de ser una gran gesta patriótica. Algo sorprendente, si tenemos en cuenta que esa es precisamente la interpretación que en su momento levantó el marxismo revolucionario.



LA CLAVE ES EL 4 DE AGOSTO

Pero en todas estas celebraciones y recordatorios se está dejando en segundo plano precisamente el acontecimiento clave, el que permite entender todos los demás. Como siempre, no se trata de un hecho importantísimo de por sí, sino por ser el punto de unión de múltiples hilos del desarrollo histórico que en él se cruzaron. El 4 de agosto de 1914 se reunió el Reichstag (Parlamento) alemán. El canciller (primer ministro) Bethmann Hollweg anunció que Alemania, junto a las potencias centrales, le había declarado la guerra a la Triple Entente (Gran Bretaña, Francia, Rusia). Y pidió que se votaran los créditos de guerra, una forma de sancionar por el parlamento la declaración bélica. Que todos los partidos burgueses votaran a favor no era de extrañar. Pero todas las miradas se centraron en lo que haría la minoría (grupo parlamentario) socialdemócrata.

Y el portavoz elegido, el “izquierdista” Hugo Haase, se levantó para leer una declaración en la que el partido obrero más importante del mundo reafirmaba su oposición a la guerra, su condena de la guerra actual como imperialista, pero.... pero en vista de las circunstancias... bueno que tenía que votar a favor.

Y ahí comenzó la caída a los abismos.



LA SEGUNDA INTERNACIONAL EN SU MOMENTO DE GLORIA

En el congreso obrero internacional de Stuttgart (1907), que marcó el punto más alto de la Segunda Internacional, August Bebel, el alumno de Marx, el respetado dirigente del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), el partido más importante de la Internacional, dijo:

Allí donde ha echado raíces el sistema capitalista, también se ha desarrollado la idea socialista. Hoy vemos ante nosotros un movimiento internacional de una magnitud tal que no tiene equivalente en la historia de la humanidad. Con razón podemos afirmar que la Internacional avanza. Cada año va ganando terreno. Las cinco partes del mundo están representadas en sus congresos y se acerca enl día en que todos los estados del mundo enviarán sus delegados. Somos, pues, miembros de un poderoso partido, extendido por toda la Tierra, que va siempre en vanguardia y sabe lo que quiere”.

¡Qué difícil es para nosotros ponernos mentalmente en esa época! Mirando hacia atrás, en 1907 o en 1914 se veía al siglo XIX como algo ya prehistórico, como la edad de los gigantes precursores, del socialismo utópico, del cartismo, de la Liga de los Comunistas, de los grandes profetas, Marx y Engels. Su obra, la Asociación Internacional de los Trabajadores, rebautizada a posteriori como Primera Internacional, se veía como el trabajo de pioneros aislados, de un puñadito de artesanos levantando la bandera del socialismo en medio de un mundo hostil.

Pero desde la reconstrucción de la Internacional en 1889, en un mitin que comenzó celebrando el centenario de la toma de la Bastilla y acabó lanzando una lucha mundial por la jornada de 8 horas estableciendo el primero de mayo como el día internacional de lucha de la clase trabajadora, el movimiento había experimentado un crecimiento constante y exponencial. Esto es cierto para la Internacional y sus organizaciones nacionales, los partidos socialdemócratas o socialistas, los sindicatos ligados a ellos, las organizaciones socialistas femeninas, juveniles, la prensa socialista, etc. Con el inmenso SPD a la cabeza, con desigualdades inevitables pero siempre adelante, el movimiento obrero socialista crecía constantemente en toda Europa, pero también hacía pie en América (EEUU y Argentina), en Australia, en Asia (Irán y Japón), incluso en África (aunque restringido a los trabajadores blancos del Magreb y sur de África).

Sí, nunca se había visto un movimiento de los explotados avanzar ni tan rápido ni sobre un área geográfica tan extendida. Ni los esclavos clásicos, ni los siervos feudales hicieron nunca nada parecido. Sin duda Bebel tenía razón en todo. Bueno en todo salvo quizá en lo último...

¿Sabía el movimiento lo que quería? El congreso al que Bebel se dirigió con estas palabras parecía el momento apropiado para decirlo. En ese congreso se discutieron cosas como la actitud de los partidos obreros socialistas ante el colonialismo, su relación con los sindicatos, su actitud ante la inmigración, los derechos de la mujer y la guerra que venía. En todos estos puntos hubo un intenso debate y en todos se aprobaron resoluciones revolucionarias, internacionalistas, marxistas.

Pero el ganar con votaciones (a veces apretadas) implica que en todos los puntos había oposición. ¡En la Internacional y los partidos obreros y socialistas había gente que justificaba el colonialismo, quería sindicatos “apolíticos”, limitar la inmigración, dejaba el derecho de voto de la mujer para más adelante y se aprestaba a unirse “patrióticamente” con su gobierno en la próxima guerra! El reflejo ideológico de estas disputas en los partidos socialistas era la lucha entre la “ortodoxia marxista” contra el “revisionismo”.

Es que el avance de los partidos socialistas tenía una contracara. Cuantos más afiliados tenían, cuánto más crecían los sindicatos a ellos ligados y más acuerdos firmaban, cuantos más concejales, cuantos más parlamentarios, más enredados estaban estos partidos en la democracia burguesa. En aquella época no se planteaba el problema de la financiación, prácticamente no existían subvenciones estatales a partidos y sindicatos. Pero éstos se habían convertido ya en enormes maquinarias, con muchísimos liberados, con locales, con intereses creados. Rosa Luxemburg nos han legado sus impresiones sobre la reunión urgente del Buró Socialista Internacional reunida el ante lo que parecía el estallido inminente de la Guerra (que se demoró unos meses): la mayoría de los miembros estaban abatidos, no por por las destrucciones que traería la guerra sino por temor por el futuro de sus organizaciones. El fetichismo organizativo se colocaba en lugar del objetivo socialista.

Los años de boom económico mundial que habían transcurrido desde el fin de la gran depresión del siglo XIX en 1893 hasta la guerra del 14, que habían visto el nacimiento del imperialismo y la expansión colonial más rápida en la historia, habían conllevado la mejora de la situación económica de grandes sectores de la clase trabajadora. También la ruina a la que el desarrollo capitalista abocaba a la pequeña producción había arrojado masas de campesinos y artesanos a las filas de los partidos socialdemócratas. Las nuevas capas medias, la clase media asalariada que se formaba con el desarrollo del capitalismo también inflaba sus filas. Evidentemente, todo esto reforzaba al ala reformista. Pero como todas las conquistas sólo se obtenían con la lucha, también se reforzaba el ala revolucionaria. Pero todos dentro del mismo partido.

Esto era así porque tanto reformistas como revolucionarios consideraban al partido socialista como la representación directa de la clase trabajadora. Los partidos eran de masas porque tenían afiliación de masas. No había delimitaciones ni estatutarias ni sobre todo programáticas. Las declaraciones de los congresos nacionales e internacionales ni eran obligatorias ni suficientemente inequívocas. El revisionismo era condenado ritualmente, pero los revisionistas seguían en el partido con sus cargos. La pelea entre revolucionarios y reformistas era teórica, intelectual, literaria. En todos los partidos había dos alas, izquierda y derecha. En algunos lugares, como Rusia, Bulgaria u Holanda, la cuerda se tensó demasiado y se rompieron los partidos (en otros, como Gran Bretaña o los Estados Unidos, ni siquiera habían llegado a formar un partido unido. En Francia se unieron en el mismo partido en 1905). Pero cuando los reformistas y los revolucionarios rompían y formaban dos partidos en un país, seguían siendo miembros de la misma internacional y a todos les parecía normal.

Hoy nos damos cuenta de que los procesos políticos, las ideologías y los partidos, en aquella época tenían un carácter inmaduro, iban con retraso, no se habían colocado a la par con el proceso económico. Porque a principios del siglo XX, la explosión de monopolios y trusts, de colonialismo, de exportación de capitales, etc, eran síntomas de que los países capitalistas más avanzados habían llegado al punto en el que la composición orgánica del capital era tan elevada que cada nueva unidad de capital no conseguía encontrar un lugar donde invertirse y obtener la ganancia media. Por lo tanto un punto en el que el capitalismo estaba al borde de una crisis catastrófica de sobrecapitalización y necesitaba exportar capital. En suma, representaba el punto en el que el capitalismo no podía absorber más el crecimiento de las fuerzas productivas. O bien el capitalismo las destruía en cantidades ingentes o bien la sociedad daba un salto a un orden superior, capaz de manejarlas en beneficio de la humanidad. En pocas palabras, se inaguraba la época de las grandes crisis, guerras y revoluciones. La época imperialista, la época de la revolución proletaria. La escisión implícita en el movimiento obrero significaba que había un sector que se uniría al capitalismo en decadencia mientras que el otro quería ser su enterrador. El 4 de agosto de pronto arrojó luz sobre esta disyuntiva como cuando se enciende de pronto una linterna en una habitación oscura.



LA NECESIDAD DE SEPARAR A LOS REFORMISTAS DE LOS REVOLUCIONARIOS

La traición del SPD el 4 de agosto, que sería seguida en días por la de casi cada partido de la Internacional, al principio dejó en estado de shock a los revolucionarios. Si Lenin pensó que el número del Vörwärts (diario del SPD) que anunciaba la votación era una falsificación del Estado Mayor Alemán, James Connoly, el revolucionario irlandés, estuvo casi una semana sin poder pronunciar palabra. ¡No era para menos! El impresionante edificio de la organización obrera internacional se revelaba de pronto como la quinta rueda del carro de la burguesía de cada país para impulsar su esfuerzo de guerra.

En Alemania, el partido y los sindicatos apoyaban entusiásticamente el esfuerzo de guerra, “para vencer al zarismo ruso”, claro está. En Francia, tras el asesinato de Jaurès, no sólo los parlamentarios socialistas, sino también los “sindicalistas revolucionarios” apartidistas de la CGT se dedicaban a apoyar la guerra. Así por todas partes.

Afortunadamente, aquí y allá empezaron a oírse voces contra la guerra. Los parlamentarios bolcheviques (luego también los mencheviques y eseristas) fueron condenados por oposición a la guerra. Los “estrechos” búlgaros, los serbios, la izquierda holandesa, un grupo aquí y otro allí comenzaron a levantar la voz en oposición a la guerra. Desde la cárcel, Rosa Luxemburg escribió con pseudónimo “El folleto Junius”. En París Trotsky publicaba un diario en ruso que defendía el internacionalismo, escribió “La guerra y la Internacional”. Pero sobre todo, desde Suiza, Lenin no sólo comenzó su campaña contra la guerra imperialista, sino su inmenso trabajo teórico y político de denuncia de lo que significaba la traición de la Internacional y de poner los cimientos de lo que había que hacer: construir una nueva Internacional. La Segunda Internacional había muerto. ¡Viva la Tercera Internacional!



LA REVOLUCIÓN RUSA, EL ALBA DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL

Lenin elaboró los fundamentos de la estrategia proletaria en la nueva situación a partir de 1914. Pero no lo hizo a partir del vacío, sino como continuación de las elaboraciones anteriores. No denunciaba a la guerra como una simple barbaridad, al estilo pacifista. La denunciaba porque era una guerra imperialista, no una guerra por la emancipación nacional del yugo extranjero, ni una guerra por la democracia, contra el zarismo o el militarismo prusiano. Era una guerra entre dos grupos de potencias imperialistas que querían mantener y ampliar sus zonas de influencia, colonias, etc. En realidad, esta fue la posición oficial de la Segunda Internacional, acordada en Stuttgart y Basilea (1912). No planteaba que la misión de los revolucionarios fuera la aventura o la actitud testimonial, “huelgas contra la guerra” u objeción de conciencia, mientras la guerra era popular y apoyada por la mayoría tanto de la población como de la clase obrera. Y desde luego rechazaba las meditaciones melancólicas sobre la “traición de las masas”. No, Lenin planteaba la obligación política para los socialistas revolucionarios de oponerse a esta guerra pero no a toda guerra posible. Había que apoyar la guerra de las colonias contra los colonizadores o la guerra del proletariado triunfante contra los países capitalistas, porque aunque toda guerra es una desgracia, hay guerras progresistas, que hacen avanzar a la humanidad, y guerras reaccionarias que la hunden en la oscuridad.

Por eso Lenin defendía que los parlamentarios socialistas votaran contra la guerra e hicieran actividad clandestina entre las masas, por eso tenía una actitud derrotista hacia su propio país, porque “el enemigo principal está en nuestro propio país” (Karl Liebknecht), por eso defendía la confraternización en el frente, por eso defendía transformar la guerra imperialista en guerra civil, es decir, convertir la carnicería sin futuro en revolución social. Y por todo ello, Lenin participó en las conferencias Internacionales de Zimmerwald y Kienthal (1915-6), celebradas en estas dos aldeas suizas por el puñado de socialistas internacionalistas que quedaba. Pero no se contentó con la posición simplemente antibélica que allí se adoptó sino que fue creando su propio agrupamiento, la “izquierda zimmerwaldiana” porque el problema no era sólo oponerse a la guerra sino llevar a la práctica la última parte de la resolución aprobada en Stuttgart: convertir esa oposición en revolución. Y para eso había que romper de forma tajante, no sólo ideológica sino también organizativa, con los reformistas, ahora “socialimperialistas” y “socialpatriotas”. Había que crear nuevos partidos y una nueva internacional. La Tercera. La comunista.

Comunista, sí. Porque había que dejar clara ante las masas la ruptura con los socialtraidores. Comunista era el nombre que adoptó el movimiento obrero revolucionario francés tras Thermidor, cuando comprendió que el fallo de la revolución francesa fue apoyar la propiedad privada en lugar de abolirla. Es a este movimiento, o a su rama alemana exiliada en Francia, al que se unieron Marx y Engels en su juventud. En aquella época, las palabras “socialista” y “socialdemócrata” sólo las usaban grupos demócratas pequeñoburgueses reformistas. Pero por una serie de peripecias históricas, estos dos fueron los apelativos que triunfaron en los nombres de los partidos de la Segunda Internacional que afirmaban continuar a Marx.

Lenin proponía recuperar el nombre “comunista” no sólo como una forma de volver a las fuentes, sino como un llamamiento de lucha. La palabra comunista iba ligada en la imaginación popular al más impresionante llamamiento a la revolución que haya visto la historia: “El manifiesto comunista”.

Que la Primera Guerra Mundial era una guerra entre dos pandillas imperialistas, ninguna de las dos merecedoras del apoyo del proletariado, pero una guerra que llevaba la revolución en sus entrañas, una guerra que representaba la resolución por la negativa de las contradicciones que aquejaban al capitalismo pero que preparaba las condiciones de su resolución por la positiva, la revolución social, parecía la más loca de las ideas que Lenin había concebido. Y sin embargo se desprendía con total coherencia de las premisas aceptadas por el conjunto del movimiento socialista, aunque hiciera falta ser un Lenin para llevarla hasta sus últimas consecuencias. Y la realidad no tardó en darle la razón. A comienzos de 1917, Lenin, en una conferencia sobre la revolución rusa de 1905 le decía a las juventudes socialistas suizas que “nosotros, los viejos, ya no veremos la revolución” pero que ustedes la tendrán que hacer. ¡En octubre de ese mismo año Lenin estaba a la cabeza de la primera dictadura del proletariado! ¡En marzo de 1919 se constituía la Tercera Internacional, la Internacional Comunista, con la tarea declarada de dirigir la revolución mundial!



MIRANDO HACIA ATRÁS CON IRA

Hace 100 años de todo esto. Pero parecería que hace mil. Estos acontecimientos titánicos han sido borrados de la conciencia de la mayoría de la vanguardia. Cuando se habla de esto ponen cara de que se les están contando las batallitas del abuelo Cebolleta. Acto seguido, el activista del 15M, sindicalista de CGT, partidario de Podemos, etc, orgulloso de su “adanismo”, sigue con su “empoderamiento”, “ciudadanía”, “proceso constituyente” y demás cachivaches ideológicos de hace 225 años, más del doble de edad. Y sin embargo, todo nuestro mundo actual ha tomado forma desde allí.

Los que apoyaron a sus propias burguesías y llamaron a los trabajadores de su propio país a arrojarse a las gargantas de los de los otros países, se reconciliaron entre ellos al acabar la contienda y reconstruyeron la “Internacional Obrera y Socialista”, cuya principal función fue oponerse al comunismo y quejarse impotente mientras el fascismo la aplastaba país tras país. Después de la Segunda Guerra Mundial, si han hecho algo ha sido ir cada vez más a la derecha. Quitaron la palabra “Obrera” de su nombre, aunque no se sepa porque sigue llamándose Internacional “Socialista”. Usurpando el mérito por el denominado “Estado del bienestar” (un dispositivo temporal que usó la burguesía y que a veces montaron sus propios partidos, como en Alemania), la socialdemocracia se convirtió en una alternativa de gobierno totalmente fiable para el capitalismo. Los partidos socialdemócratas, mientras siguen ligados al movimiento obrero por su origen, su historia, su relación con el movimiento sindical, su base afiliativa y sus votantes, son partidos burgueses normales (y muchas veces no particularmente progresistas) por su política. Muchas veces han mostrado su aptitud para ser la última tabla de salvación del capitalismo, como mostraron tempranamente en Alemania en 1919.

Pero si la historia de la socialdemocracia ha sido a grandes rasgos la de una línea recta hacia la derecha, la de la corriente revolucionaria ha sido mucho más enrevesada. La ola revolucionaria que comenzó en 1917 barrió Europa. Pero en ningún lugar fuera de Rusia llevó a una toma del poder por el proletariado que durase más de unos meses. No se improvisa un partido revolucionario, pero fue precisamente la falta de este partido y no ninguna fatalidad “sociológica” la que llevó a la derrota a las revoluciones alemana, italiana, austríaca, húngara, etc. La Rusia Soviética quedó aislada, profundamente arrasada por la continuidad de la guerra mundial y la civil. Un país que ya era atrasado de por sí, donde una minoría obrera se situaba en medio de un océano campesino.

El carácter internacional de la revolución proletaria se afirmó a sí mismo entonces por la negativa. Es imposible construir el socialismo en un sólo país. Aislada, la Rusia Soviética volvería inevitablemente al capitalismo. Es lo que ocurrió en 1991. Pero antes sucedió un fenómeno inesperado. La revolución degeneró. Una burocracia privilegiada usurpó el poder. Mientras que esta burocracia no volvió directamente al capitalismo, pues la fuente de sus privilegios manaba de las bases económicas del estado obrero, la economía planificada, su actividad como parásito monstruoso lo debilitaba hasta hacerse incompatible con la vida de su hospedador. Lo que es peor, su poder en la URSS conllevó su poder sobre la Internacional Comunista, a la que impuso una política no dirigida a la extensión de la revolución proletaria, que pondría en peligro sus privilegios en Rusia, sino a la contención del imperialismo, por lo tanto a mantener el status quo. La Tercera Internacional murió para la revolución.

Con los años, los partidos comunistas fueron independizándose de la URSS, pero no para retomar la política revolucionaria sino para unirse más firmemente a sus propias burguesías, como reformistas de la segunda hornada. Si los partidos socialistas ahora no son más que socialdemócratas, los partidos comunistas ahora no son más que stalinistas. Ambos son partidos reformistas y hegemonizan el movimiento obrero organizado en Europa, Japón y gran parte del mundo dependiente.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial fuimos testigos de un fenómeno nuevo. La revolución sucedió a la guerra como en 1918. Pero los revolucionarios en 1945 eran una ínfima minoría. En muchos lugares la revolución simplemente se paró o fue aplastada. Pero en otros se dio una pantomima, una apariencia de revolución. Los países de Europa del Este fueron asimilados a la URSS casi por conquista militar directa. En Asia, los partidos “comunistas” organizaron ejércitos campesinos que cuando llegaron al poder establecieron regímenes parecidos al ruso (Corea del Norte, China, Vietnam, Laos, Camboya...). Todos estos estados se autodenominaban “socialistas”. Aunque no tenían nada que ver con el proletariado ni con la revolución proletaria por su origen, aunque políticamente todos eran dictaduras burocráticas represivas y socialmente en todos una burocracia privilegiada monopolizaba el poder y disfrutaba de un nivel de vida inalcanzable para la masa, todos eran “socialistas” según ellos y a los ojos de las masas porque la propiedad había sido nacionalizada y planificada. Y sin embargo, es cierto que todos representaron un progreso claro con respecto a la situación anterior en sus países. Estaba justificado defenderlos contra el imperialismo.

Pero esto significaba una perversión nunca vista antes de la palabra “socialismo” que dejaba de denotar una sociedad sin clases, sin trabajo asalariado, sin explotación ni opresión, y se quedaba en significar simplemente ausencia (o carácter simbólico) de la propiedad privada. Por eso múltiples fuerzas nacionalistas burguesas en los países dependientes se autodenominaron también “socialistas”, de Sukarno a Nasser, Nehru, Cárdenas o Perón.

El colapso de todos estos países “socialistas” ha significado un golpe aún mayor en la conciencia de la clase trabajadora. Primero pervirtieron la idea socialista, luego la arrojaron al fango. Los partidos estalinistas que gobernaron totalitariamente en esos países ahora llaman a la puerta de la Internacional Socialista, y cuando gobiernan, lo hacen en nombre del capitalismo. En China, los stalinistas directamente restauran el capitalismo sin dejar el poder.

De las dos vias que surgieron en 1914, parece que sólo queda una. Los partidos excomunistas se socialdemocratizan. Ambos son pilares del capital.



LA PRIMERA NECESIDAD DEL MOMENTO: RECONSTRUIR LA IVª INTERNACIONAL

Pero la degeneración del Partido Comunista Soviético y de la Internacional Comunista no fue tan suave como puede parecer. Igual que en la Segunda Internacional hubo dos tendencias, reformista y revolucionaria, también en la IC esto se dio. Frente al stalinismo burocrático, reformista, se formó la Oposición de Izquierdas, obrera y revolucionaria. Cuando la IC tenía en su activo el prestigio de la URSS, el primer estado obrero del mundo, la tarea de la Oposicíón era titánica. Durante diez años (1923-33) la Oposición intentó regenerar al movimiento comunista desde dentro. Fue imposible. La llegada de Hitler al poder, que fue facilitada por Stalin a los ojos de todos, incluyendo retrospectivamente, a la mayoría de stalinistas, convenció a Trotsky de la necesidad de la proclamación de una nueva internacional. A esa tarea dedicó lo que le quedó de vida antes de ser asesinado.

La IVª Internacional es distinta de las tres anteriores. Desde el principio fue una organización minoritaria, de vanguardia, mientras que las otras tres fueron de masas. Sin embargo, desde otro punto de vista, no sólo no era distinta, sino que era una continuación directa teórica, programática y política de la IIIª Internacional antes de su degeneración. Su fundación se debía a una necesidad: organizar a la vanguardia proletaria consciente en una situación en la que el conjunto del movimiento obrero estaba dominado por las segunda y tercera internacionales, vendidas al capital, donde el fascismo crecía como una mancha de aceite, donde la URSS, el primer estado obrero se hundía en el terror. En un momento en suma, en el que el mundo se deslizaba a una Guerra Mundial que empequeñecía a la primera.

A la IVª Internacional le faltaron fuerzas para cumplir lo que se propuso. Trotsky fue asesinado al principio mismo de la guerra. La Internacional sufrió una represión furiosa, tanto en las potencias “democráticas” como en las fascistas, en las colonias y en la URSS. Fue incapaz de cumplir su tarea. Reducida a un grupúsculo sobre el que se ejercían todas las presiones, estalló en 1953 cuando la mayoría de su dirección oficial, encabezada por Michel Pablo, se aprestaba a convertirse en un ala izquierda del stalinismo y otras corrientes “antiimperialistas”. El sector que intentó entonces adoptar una posición principista, constituyendo el Comité Internacional, no pasó la prueba de la historia. Unos se reunificaron con el pablismo sobre la base de que Cuba era un estado obrero “sano”, otros construyeron sectas nacionales burocratizadas dirigidas por lunáticos. El ascenso obrero mundial de finales de los 1960´s y los 1970´s trajo alguna esperanza, pero el colapso del stalinismo en 1989, paradójicamente aunque de forma muy significativa, ha arrojado al movimiento trotskysta mundial a una crisis de disgregación que da miedo.



Y sin embargo, la necesidad de la IVª Internacional es hoy mayor que nunca. Ahora, cuando estamos viviendo desde 2007 en la Gran Recesión, la segunda mayor crisis económica de la historia del capitalismo, cuando la supervivencia misma del sistema de la propiedad privada y la búsqueda del beneficio está en cuestión, es precisamente cuando todos los aparatos burocráticos del movimiento obrero y de masas han girado más a la derecha que nunca y ya no se plantean ni siquiera verbalmente superar al capitalismo. Cuando la revolución proletaria mundial es más urgente que nunca, es cuando es mayor la debilidad de los revolucionarios.

Pero lo mismo les debió parecer a los internacionalistas del 4 de agosto de 1914. Y sin embargo, triunfaron, tomaron el poder en al menos un país, y establecieron una nueva internacional con muchos partidos de masas. Hoy la tarea es incluso mayor. Pero, aunque muy dispersos, en realidad hoy hay muchos más revolucionarios conscientes en el mundo que en 1914. Con ellos queremos converger para ponernos a la par con la necesidad histórica: reconstruir la IVª Internacional.

Grupo de Comunistas Internacionalistas, 11 de agosto de 2014

No hay comentarios:

Publicar un comentario