CUANDO
SE HUNDIÓ TODO,
CUANDO
SE BIFURCARON LOS CAMINOS
Se
está armando mucho ruido con el centenario del comienzo de la
Primera Guerra Mundial. No es para menos. Hasta la más superficial
de las miradas nos revela que es el acontecimiento que dio forma al
mundo actual.
La
Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra como ingenuamente la
denominaron los que la vivieron sin imaginar lo que vino después,
fue un acontecimiento que inició una época. Es cierto que su
amplitud geográfica se quedó corta comparada con la Segunda, pero
fue de verdad mundial porque aunque sus campos de batalla se situaban
sólo en Europa (y Oriente Medio), involucró a Turquía, Rusia y
Estados Unidos; además, el conjunto de África y Asia estaba enredada
por ser posesiones coloniales en disputa de las potencias
beligerantes o por estar ligados a ellas por multitud de tratados
vinculantes.
También
fue la primera guerra en la que la población civil se vio afectada
en un enorme grado. Aunque se pueden rastrear precedentes en el siglo
XIX europeo, y los bombardeos sobre población civil, casi
experimentales, palidecen ante lo desde entonces se vivió, sigue
siendo la primera guerra que merece realmente la denominación de
total.
La
guerra vino precedida por la “paz armada”, largos años de
acumulación de tensiones y arsenales por parte de todas las potencias
europeas. Europa vivía sobre un barril de pólvora y durante años
parecía que cualquier chispa podía hacerlo estallar. Finalmente fue
en 1914, con el asesinato del príncipe heredero del Imperio
Austrohúngaro a manos de un nacionalista serbio cuando estalló,
pero sería absurdo exagerar la importancia de este episodio. Tres
años antes el incidente de Agadir estuvo a punto de hacer lo mismo.
En
su momento, la guerra significó el estallido desvergonzado del
chovinismo y el patrioterismo en todos los países. Las supuestas
“democracias” revelaron su carácter de dictaduras de clase con
taparrabos parlamentarios. No se trataba sólo del zarismo en Rusia o
del gobierno autoritario de los Hohenzollern en Alemania, se trataba
de las bandas de fanáticos armados que destrozaban las tiendas de
los inmigrantes alemanes en Londres o de la turba histérica que
apaleaba y disparaba contra los “inmigrantes antipatrióticos” en
los Estados Unidos.
Y
sin embargo, aquel estallido patriotero es visto hoy casi
oficialmente con disgusto, cuando no abiertamente rechazado. Series
de TV, películas, bestsellers, con frecuencia presentan la Gran
Guerra como un repugnante estallido de violencia causado por el
militarismo, el imperialismo y el colonialismo, en la que ninguno de
los dos bandos representaba nada progresista en lugar de ser una gran
gesta patriótica. Algo sorprendente, si tenemos en cuenta que esa es
precisamente la interpretación que en su momento levantó el
marxismo revolucionario.
LA
CLAVE ES EL 4 DE AGOSTO
Pero
en todas estas celebraciones y recordatorios se está dejando en
segundo plano precisamente el acontecimiento clave, el que permite
entender todos los demás. Como siempre, no se trata de un hecho
importantísimo de por sí, sino por ser el punto de unión de
múltiples hilos del desarrollo histórico que en él se cruzaron. El
4 de agosto de 1914 se reunió el Reichstag (Parlamento) alemán. El
canciller (primer ministro) Bethmann Hollweg anunció que Alemania,
junto a las potencias centrales, le había declarado la guerra a la
Triple Entente (Gran Bretaña, Francia, Rusia). Y pidió que se
votaran los créditos de guerra, una forma de sancionar por el
parlamento la declaración bélica. Que todos los partidos burgueses
votaran a favor no era de extrañar. Pero todas las miradas se
centraron en lo que haría la minoría (grupo parlamentario)
socialdemócrata.
Y
el portavoz elegido, el “izquierdista” Hugo Haase, se levantó
para leer una declaración en la que el partido obrero más
importante del mundo reafirmaba su oposición a la guerra, su condena
de la guerra actual como imperialista, pero.... pero en vista de las
circunstancias... bueno que tenía que votar a favor.
Y
ahí comenzó la caída a los abismos.
LA
SEGUNDA INTERNACIONAL EN SU MOMENTO DE GLORIA
En
el congreso obrero internacional de Stuttgart (1907), que marcó el
punto más alto de la Segunda Internacional, August Bebel, el alumno
de Marx, el respetado dirigente del Partido Socialdemócrata Alemán
(SPD), el partido más importante de la Internacional, dijo:
“Allí
donde ha echado raíces el sistema capitalista, también se ha
desarrollado la idea socialista. Hoy vemos ante nosotros un
movimiento internacional de una magnitud tal que no tiene equivalente
en la historia de la humanidad. Con razón podemos afirmar que la
Internacional avanza. Cada año va ganando terreno. Las cinco partes
del mundo están representadas en sus congresos y se acerca enl día
en que todos los estados del mundo enviarán sus delegados. Somos,
pues, miembros de un poderoso partido, extendido por toda la Tierra,
que va siempre en vanguardia y sabe lo que quiere”.
¡Qué
difícil es para nosotros ponernos mentalmente en esa época! Mirando
hacia atrás, en 1907 o en 1914 se veía al siglo XIX como algo ya
prehistórico, como la edad de los gigantes precursores, del
socialismo utópico, del cartismo, de la Liga de los Comunistas, de
los grandes profetas, Marx y Engels. Su obra, la Asociación
Internacional de los Trabajadores, rebautizada a posteriori como
Primera Internacional, se veía como el trabajo de pioneros aislados,
de un puñadito de artesanos levantando la bandera del socialismo en
medio de un mundo hostil.
Pero
desde la reconstrucción de la Internacional en 1889, en un mitin que
comenzó celebrando el centenario de la toma de la Bastilla y acabó
lanzando una lucha mundial por la jornada de 8 horas estableciendo el
primero de mayo como el día internacional de lucha de la clase
trabajadora, el movimiento había experimentado un crecimiento
constante y exponencial. Esto es cierto para la Internacional y sus
organizaciones nacionales, los partidos socialdemócratas o
socialistas, los sindicatos ligados a ellos, las organizaciones
socialistas femeninas, juveniles, la prensa socialista, etc. Con el
inmenso SPD a la cabeza, con desigualdades inevitables pero siempre
adelante, el movimiento obrero socialista crecía constantemente en
toda Europa, pero también hacía pie en América (EEUU y Argentina),
en Australia, en Asia (Irán y Japón), incluso en África (aunque
restringido a los trabajadores blancos del Magreb y sur de África).
Sí,
nunca se había visto un movimiento de los explotados avanzar ni tan
rápido ni sobre un área geográfica tan extendida. Ni los esclavos
clásicos, ni los siervos feudales hicieron nunca nada parecido. Sin
duda Bebel tenía razón en todo. Bueno en todo salvo quizá en lo
último...
¿Sabía
el movimiento lo que quería? El congreso al que Bebel se dirigió
con estas palabras parecía el momento apropiado para decirlo. En ese
congreso se discutieron cosas como la actitud de los partidos obreros
socialistas ante el colonialismo, su relación con los sindicatos, su
actitud ante la inmigración, los derechos de la mujer y la guerra
que venía. En todos estos puntos hubo un intenso debate y en todos
se aprobaron resoluciones revolucionarias, internacionalistas,
marxistas.
Pero
el ganar con votaciones (a veces apretadas) implica que en todos los
puntos había oposición. ¡En la Internacional y los partidos
obreros y socialistas había gente que justificaba el colonialismo,
quería sindicatos “apolíticos”, limitar la inmigración, dejaba
el derecho de voto de la mujer para más adelante y se aprestaba a
unirse “patrióticamente” con su gobierno en la próxima guerra!
El reflejo ideológico de estas disputas en los partidos socialistas
era la lucha entre la “ortodoxia marxista” contra el
“revisionismo”.
Es
que el avance de los partidos socialistas tenía una contracara.
Cuantos más afiliados tenían, cuánto más crecían los sindicatos
a ellos ligados y más acuerdos firmaban, cuantos más concejales,
cuantos más parlamentarios, más enredados estaban estos partidos en
la democracia burguesa. En aquella época no se planteaba el problema
de la financiación, prácticamente no existían subvenciones
estatales a partidos y sindicatos. Pero éstos se habían convertido
ya en enormes maquinarias, con muchísimos liberados, con locales,
con intereses creados. Rosa Luxemburg nos han legado sus impresiones
sobre la reunión urgente del Buró Socialista Internacional reunida
el ante lo que parecía el estallido inminente de la Guerra (que se
demoró unos meses): la mayoría de los miembros estaban abatidos, no
por por las destrucciones que traería la guerra sino por temor por
el futuro de sus organizaciones. El fetichismo organizativo se
colocaba en lugar del objetivo socialista.
Los
años de boom económico mundial que habían transcurrido desde el
fin de la gran depresión del siglo XIX en 1893 hasta la guerra del
14, que habían visto el nacimiento del imperialismo y la expansión
colonial más rápida en la historia, habían conllevado la mejora de
la situación económica de grandes sectores de la clase trabajadora.
También la ruina a la que el desarrollo capitalista abocaba a la
pequeña producción había arrojado masas de campesinos y artesanos
a las filas de los partidos socialdemócratas. Las nuevas capas
medias, la clase media asalariada que se formaba con el desarrollo
del capitalismo también inflaba sus filas. Evidentemente, todo esto
reforzaba al ala reformista. Pero como todas las conquistas sólo se
obtenían con la lucha, también se reforzaba el ala revolucionaria.
Pero todos dentro del mismo partido.
Esto
era así porque tanto reformistas como revolucionarios consideraban
al partido socialista como la representación directa de la clase
trabajadora. Los partidos eran de masas porque tenían afiliación de
masas. No había delimitaciones ni estatutarias ni sobre todo
programáticas. Las declaraciones de los congresos nacionales e
internacionales ni eran obligatorias ni suficientemente inequívocas.
El revisionismo era condenado ritualmente, pero los revisionistas
seguían en el partido con sus cargos. La pelea entre revolucionarios
y reformistas era teórica, intelectual, literaria. En todos los
partidos había dos alas, izquierda y derecha. En algunos lugares,
como Rusia, Bulgaria u Holanda, la cuerda se tensó demasiado y se
rompieron los partidos (en otros, como Gran Bretaña o los Estados
Unidos, ni siquiera habían llegado a formar un partido unido. En
Francia se unieron en el mismo partido en 1905). Pero cuando los
reformistas y los revolucionarios rompían y formaban dos partidos en
un país, seguían siendo miembros de la misma internacional y a
todos les parecía normal.
Hoy
nos damos cuenta de que los procesos políticos, las ideologías y
los partidos, en aquella época tenían un carácter inmaduro, iban
con retraso, no se habían colocado a la par con el proceso
económico. Porque a principios del siglo XX, la explosión de
monopolios y trusts, de colonialismo, de exportación de capitales,
etc, eran síntomas de que los países capitalistas más avanzados
habían llegado al punto en el que la composición orgánica del
capital era tan elevada que cada nueva unidad de capital no conseguía
encontrar un lugar donde invertirse y obtener la ganancia media. Por
lo tanto un punto en el que el capitalismo estaba al borde de una
crisis catastrófica de sobrecapitalización y necesitaba exportar
capital. En suma, representaba el punto en el que el capitalismo no
podía absorber más el crecimiento de las fuerzas productivas. O
bien el capitalismo las destruía en cantidades ingentes o bien la
sociedad daba un salto a un orden superior, capaz de manejarlas en
beneficio de la humanidad. En pocas palabras, se inaguraba la época
de las grandes crisis, guerras y revoluciones. La época
imperialista, la época de la revolución proletaria. La escisión
implícita en el movimiento obrero significaba que había un sector
que se uniría al capitalismo en decadencia mientras que el otro
quería ser su enterrador. El 4 de agosto de pronto arrojó luz sobre
esta disyuntiva como cuando se enciende de pronto una linterna en una
habitación oscura.
LA
NECESIDAD DE SEPARAR A LOS REFORMISTAS DE LOS REVOLUCIONARIOS
La
traición del SPD el 4 de agosto, que sería seguida en días por la
de casi cada partido de la Internacional, al principio dejó en
estado de shock a los revolucionarios. Si Lenin pensó que el número
del Vörwärts
(diario del SPD) que anunciaba la votación era una falsificación
del Estado Mayor Alemán, James Connoly, el revolucionario irlandés,
estuvo casi una semana sin poder pronunciar palabra. ¡No era para
menos! El impresionante edificio de la organización obrera
internacional se revelaba de pronto como la quinta rueda del carro de
la burguesía de cada país para impulsar su esfuerzo de guerra.
En
Alemania, el partido y los sindicatos apoyaban entusiásticamente el
esfuerzo de guerra, “para vencer al zarismo ruso”, claro está.
En Francia, tras el asesinato de Jaurès, no sólo los parlamentarios
socialistas, sino también los “sindicalistas revolucionarios”
apartidistas de la CGT se dedicaban a apoyar la guerra. Así por
todas partes.
Afortunadamente,
aquí y allá empezaron a oírse voces contra la guerra. Los
parlamentarios bolcheviques (luego también los mencheviques y
eseristas) fueron condenados por oposición a la guerra. Los
“estrechos” búlgaros, los serbios, la izquierda holandesa, un
grupo aquí y otro allí comenzaron a levantar la voz en oposición a
la guerra. Desde la cárcel, Rosa Luxemburg escribió con pseudónimo
“El
folleto Junius”.
En París Trotsky publicaba un diario en ruso que defendía el
internacionalismo, escribió “La
guerra y la Internacional”.
Pero sobre todo, desde Suiza, Lenin no sólo comenzó su campaña
contra la guerra imperialista, sino su inmenso trabajo teórico y
político de denuncia de lo que significaba la traición de la
Internacional y de poner los cimientos de lo que había que hacer:
construir una nueva Internacional. La Segunda Internacional había
muerto. ¡Viva la Tercera Internacional!
LA
REVOLUCIÓN RUSA, EL ALBA DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL
Lenin
elaboró los fundamentos de la estrategia proletaria en la nueva
situación a partir de 1914. Pero no lo hizo a partir del vacío,
sino como continuación de las elaboraciones anteriores. No
denunciaba a la guerra como una simple barbaridad, al estilo
pacifista. La denunciaba porque era una guerra imperialista, no una
guerra por la emancipación nacional del yugo extranjero, ni una
guerra por la democracia, contra el zarismo o el militarismo
prusiano. Era una guerra entre dos grupos de potencias imperialistas
que querían mantener y ampliar sus zonas de influencia, colonias,
etc. En realidad, esta fue la posición oficial de la Segunda
Internacional, acordada en Stuttgart y Basilea (1912). No planteaba
que la misión de los revolucionarios fuera la aventura o la actitud
testimonial, “huelgas contra la guerra” u objeción de
conciencia, mientras la guerra era popular y apoyada por la mayoría
tanto de la población como de la clase obrera. Y desde luego
rechazaba las meditaciones melancólicas sobre la “traición de las
masas”. No, Lenin planteaba la obligación política para los
socialistas revolucionarios de oponerse a esta guerra pero no a toda
guerra posible. Había que apoyar la guerra de las colonias contra
los colonizadores o la guerra del proletariado triunfante contra los
países capitalistas, porque aunque toda guerra es una desgracia, hay
guerras progresistas, que hacen avanzar a la humanidad, y guerras
reaccionarias que la hunden en la oscuridad.
Por
eso Lenin defendía que los parlamentarios socialistas votaran contra
la guerra e hicieran actividad clandestina entre las masas, por eso
tenía una actitud derrotista hacia su propio país, porque “el
enemigo principal está en nuestro propio país” (Karl Liebknecht),
por eso defendía la confraternización en el frente, por eso
defendía transformar la guerra imperialista en guerra civil, es
decir, convertir la carnicería sin futuro en revolución social. Y
por todo ello, Lenin participó en las conferencias Internacionales
de Zimmerwald y Kienthal (1915-6), celebradas en estas dos aldeas
suizas por el puñado de socialistas internacionalistas que quedaba.
Pero no se contentó con la posición simplemente antibélica que
allí se adoptó sino que fue creando su propio agrupamiento, la
“izquierda zimmerwaldiana” porque el problema no era sólo
oponerse a la guerra sino llevar a la práctica la última parte de
la resolución aprobada en Stuttgart: convertir esa oposición en
revolución. Y para eso había que romper de forma tajante, no sólo
ideológica sino también organizativa, con los reformistas, ahora
“socialimperialistas” y “socialpatriotas”. Había que crear
nuevos partidos y una nueva internacional. La Tercera. La comunista.
Comunista,
sí. Porque había que dejar clara ante las masas la ruptura con los
socialtraidores. Comunista era el nombre que adoptó el movimiento
obrero revolucionario francés tras Thermidor, cuando comprendió que
el fallo de la revolución francesa fue apoyar la propiedad privada
en lugar de abolirla. Es a este movimiento, o a su rama alemana
exiliada en Francia, al que se unieron Marx y Engels en su juventud.
En aquella época, las palabras “socialista” y “socialdemócrata”
sólo las usaban grupos demócratas pequeñoburgueses reformistas.
Pero por una serie de peripecias históricas, estos dos fueron los
apelativos que triunfaron en los nombres de los partidos de la
Segunda Internacional que afirmaban continuar a Marx.
Lenin
proponía recuperar el nombre “comunista” no sólo como una forma
de volver a las fuentes, sino como un llamamiento de lucha. La
palabra comunista iba ligada en la imaginación popular al más
impresionante llamamiento a la revolución que haya visto la
historia: “El
manifiesto comunista”.
Que
la Primera Guerra Mundial era una guerra entre dos pandillas
imperialistas, ninguna de las dos merecedoras del apoyo del
proletariado, pero una guerra que llevaba la revolución en sus
entrañas, una guerra que representaba la resolución por la negativa
de las contradicciones que aquejaban al capitalismo pero que
preparaba las condiciones de su resolución por la positiva, la
revolución social, parecía la más loca de las ideas que Lenin
había concebido. Y sin embargo se desprendía con total coherencia
de las premisas aceptadas por el conjunto del movimiento socialista,
aunque hiciera falta ser un Lenin para llevarla hasta sus últimas
consecuencias. Y la realidad no tardó en darle la razón. A
comienzos de 1917, Lenin, en una conferencia sobre la revolución
rusa de 1905 le decía a las juventudes socialistas suizas que
“nosotros, los viejos, ya no veremos la revolución” pero que
ustedes la tendrán que hacer. ¡En octubre de ese mismo año Lenin
estaba a la cabeza de la primera dictadura del proletariado! ¡En
marzo de 1919 se constituía la Tercera Internacional, la
Internacional Comunista, con la tarea declarada de dirigir la
revolución mundial!
MIRANDO
HACIA ATRÁS CON IRA
Hace
100 años de todo esto. Pero parecería que hace mil. Estos
acontecimientos titánicos han sido borrados de la conciencia de la
mayoría de la vanguardia. Cuando se habla de esto ponen cara de que
se les están contando las batallitas del abuelo Cebolleta. Acto
seguido, el activista del 15M, sindicalista de CGT, partidario de
Podemos, etc, orgulloso de su “adanismo”, sigue con su
“empoderamiento”, “ciudadanía”, “proceso constituyente”
y demás cachivaches ideológicos de hace 225 años, más del doble
de edad. Y sin embargo, todo nuestro mundo actual ha tomado forma
desde allí.
Los
que apoyaron a sus propias burguesías y llamaron a los trabajadores
de su propio país a arrojarse a las gargantas de los de los otros
países, se reconciliaron entre ellos al acabar la contienda y
reconstruyeron la “Internacional Obrera y Socialista”, cuya
principal función fue oponerse al comunismo y quejarse impotente
mientras el fascismo la aplastaba país tras país. Después de la
Segunda Guerra Mundial, si han hecho algo ha sido ir cada vez más a
la derecha. Quitaron la palabra “Obrera” de su nombre, aunque no
se sepa porque sigue llamándose Internacional “Socialista”.
Usurpando el mérito por el denominado “Estado del bienestar” (un
dispositivo temporal que usó la burguesía y que a veces montaron
sus propios partidos, como en Alemania), la socialdemocracia se
convirtió en una alternativa de gobierno totalmente fiable para el
capitalismo. Los partidos socialdemócratas, mientras siguen ligados
al movimiento obrero por su origen, su historia, su relación con el
movimiento sindical, su base afiliativa y sus votantes, son partidos
burgueses normales (y muchas veces no particularmente progresistas)
por su política. Muchas veces han mostrado su aptitud para ser la
última tabla de salvación del capitalismo, como mostraron
tempranamente en Alemania en 1919.
Pero
si la historia de la socialdemocracia ha sido a grandes rasgos la de
una línea recta hacia la derecha, la de la corriente revolucionaria
ha sido mucho más enrevesada. La ola revolucionaria que comenzó en
1917 barrió Europa. Pero en ningún lugar fuera de Rusia llevó a
una toma del poder por el proletariado que durase más de unos meses.
No se improvisa un partido revolucionario, pero fue precisamente la
falta de este partido y no ninguna fatalidad “sociológica” la
que llevó a la derrota a las revoluciones alemana, italiana,
austríaca, húngara, etc. La Rusia Soviética quedó aislada,
profundamente arrasada por la continuidad de la guerra mundial y la
civil. Un país que ya era atrasado de por sí, donde una minoría
obrera se situaba en medio de un océano campesino.
El
carácter internacional de la revolución proletaria se afirmó a sí
mismo entonces por la negativa. Es imposible construir el socialismo
en un sólo país. Aislada, la Rusia Soviética volvería
inevitablemente al capitalismo. Es lo que ocurrió en 1991. Pero
antes sucedió un fenómeno inesperado. La revolución degeneró. Una
burocracia privilegiada usurpó el poder. Mientras que esta
burocracia no volvió directamente al capitalismo, pues la fuente de
sus privilegios manaba de las bases económicas del estado obrero, la
economía planificada, su actividad como parásito monstruoso lo
debilitaba hasta hacerse incompatible con la vida de su hospedador.
Lo que es peor, su poder en la URSS conllevó su poder sobre la
Internacional Comunista, a la que impuso una política no dirigida a
la extensión de la revolución proletaria, que pondría en peligro
sus privilegios en Rusia, sino a la contención del imperialismo, por
lo tanto a mantener el status quo. La Tercera Internacional murió
para la revolución.
Con
los años, los partidos comunistas fueron independizándose de la
URSS, pero no para retomar la política revolucionaria sino para
unirse más firmemente a sus propias burguesías, como reformistas de
la segunda hornada. Si los partidos socialistas ahora no son más que
socialdemócratas, los partidos comunistas ahora no son más que
stalinistas. Ambos son partidos reformistas y hegemonizan el
movimiento obrero organizado en Europa, Japón y gran parte del mundo
dependiente.
Pero
después de la Segunda Guerra Mundial fuimos testigos de un fenómeno
nuevo. La revolución sucedió a la guerra como en 1918. Pero los
revolucionarios en 1945 eran una ínfima minoría. En muchos lugares
la revolución simplemente se paró o fue aplastada. Pero en otros se
dio una pantomima, una apariencia de revolución. Los países de
Europa del Este fueron asimilados a la URSS casi por conquista
militar directa. En Asia, los partidos “comunistas” organizaron
ejércitos campesinos que cuando llegaron al poder establecieron
regímenes parecidos al ruso (Corea del Norte, China, Vietnam, Laos,
Camboya...). Todos estos estados se autodenominaban “socialistas”.
Aunque no tenían nada que ver con el proletariado ni con la
revolución proletaria por su origen, aunque políticamente todos
eran dictaduras burocráticas represivas y socialmente en todos una
burocracia privilegiada monopolizaba el poder y disfrutaba de un
nivel de vida inalcanzable para la masa, todos eran “socialistas”
según ellos y a los ojos de las masas porque la propiedad había
sido nacionalizada y planificada. Y sin embargo, es cierto que todos
representaron un progreso claro con respecto a la situación anterior
en sus países. Estaba justificado defenderlos contra el
imperialismo.
Pero
esto significaba una perversión nunca vista antes de la palabra
“socialismo” que dejaba de denotar una sociedad sin clases, sin
trabajo asalariado, sin explotación ni opresión, y se quedaba en
significar simplemente ausencia (o carácter simbólico) de la
propiedad privada. Por eso múltiples fuerzas nacionalistas burguesas
en los países dependientes se autodenominaron también
“socialistas”, de Sukarno a Nasser, Nehru, Cárdenas o Perón.
El
colapso de todos estos países “socialistas” ha significado un
golpe aún mayor en la conciencia de la clase trabajadora. Primero
pervirtieron la idea socialista, luego la arrojaron al fango. Los
partidos estalinistas que gobernaron totalitariamente en esos países
ahora llaman a la puerta de la Internacional Socialista, y cuando
gobiernan, lo hacen en nombre del capitalismo. En China, los stalinistas directamente restauran el capitalismo sin dejar el
poder.
De
las dos vias que surgieron en 1914, parece que sólo queda una. Los
partidos excomunistas se socialdemocratizan. Ambos son pilares del
capital.
LA
PRIMERA NECESIDAD DEL MOMENTO: RECONSTRUIR LA IVª INTERNACIONAL
Pero
la degeneración del Partido Comunista Soviético y de la
Internacional Comunista no fue tan suave como puede parecer. Igual
que en la Segunda Internacional hubo dos tendencias, reformista y
revolucionaria, también en la IC esto se dio. Frente al stalinismo
burocrático, reformista, se formó la Oposición de Izquierdas,
obrera y revolucionaria. Cuando la IC tenía en su activo el
prestigio de la URSS, el primer estado obrero del mundo, la tarea de
la Oposicíón era titánica. Durante diez años (1923-33) la
Oposición intentó regenerar al movimiento comunista desde dentro.
Fue imposible. La llegada de Hitler al poder, que fue facilitada por
Stalin a los ojos de todos, incluyendo retrospectivamente, a la
mayoría de stalinistas, convenció a Trotsky de la necesidad de la
proclamación de una nueva internacional. A esa tarea dedicó lo que
le quedó de vida antes de ser asesinado.
La
IVª Internacional es distinta de las tres anteriores. Desde el
principio fue una organización minoritaria, de vanguardia, mientras
que las otras tres fueron de masas. Sin embargo, desde otro punto de
vista, no sólo no era distinta, sino que era una continuación
directa teórica, programática y política de la IIIª Internacional
antes de su degeneración. Su fundación se debía a una necesidad:
organizar a la vanguardia proletaria consciente en una situación en
la que el conjunto del movimiento obrero estaba dominado por las
segunda y tercera internacionales, vendidas al capital, donde el
fascismo crecía como una mancha de aceite, donde la URSS, el primer
estado obrero se hundía en el terror. En un momento en suma, en el
que el mundo se deslizaba a una Guerra Mundial que empequeñecía a
la primera.
A
la IVª Internacional le faltaron fuerzas para cumplir lo que se
propuso. Trotsky fue asesinado al principio mismo de la guerra. La
Internacional sufrió una represión furiosa, tanto en las potencias
“democráticas” como en las fascistas, en las colonias y en la
URSS. Fue incapaz de cumplir su tarea. Reducida a un grupúsculo
sobre el que se ejercían todas las presiones, estalló en 1953
cuando la mayoría de su dirección oficial, encabezada por Michel
Pablo, se aprestaba a convertirse en un ala izquierda del stalinismo
y otras corrientes “antiimperialistas”. El sector que intentó
entonces adoptar una posición principista, constituyendo el Comité
Internacional, no pasó la prueba de la historia. Unos se
reunificaron con el pablismo sobre la base de que Cuba era un estado
obrero “sano”, otros construyeron sectas nacionales
burocratizadas dirigidas por lunáticos. El ascenso obrero mundial de
finales de los 1960´s y los 1970´s trajo alguna esperanza, pero el
colapso del stalinismo en 1989, paradójicamente aunque de forma muy
significativa, ha arrojado al movimiento trotskysta mundial a una
crisis de disgregación que da miedo.
Y
sin embargo, la necesidad de la IVª Internacional es hoy mayor que
nunca. Ahora, cuando estamos viviendo desde 2007 en la Gran Recesión,
la segunda mayor crisis económica de la historia del capitalismo,
cuando la supervivencia misma del sistema de la propiedad privada y
la búsqueda del beneficio está en cuestión, es precisamente cuando
todos los aparatos burocráticos del movimiento obrero y de masas han
girado más a la derecha que nunca y ya no se plantean ni siquiera
verbalmente superar al capitalismo. Cuando la revolución proletaria
mundial es más urgente que nunca, es cuando es mayor la debilidad de
los revolucionarios.
Pero
lo mismo les debió parecer a los internacionalistas del 4 de agosto
de 1914. Y sin embargo, triunfaron, tomaron el poder en al menos un
país, y establecieron una nueva internacional con muchos partidos de
masas. Hoy la tarea es incluso mayor. Pero, aunque muy dispersos, en
realidad hoy hay muchos más revolucionarios conscientes en el mundo
que en 1914. Con ellos queremos converger para ponernos a la par con
la necesidad histórica: reconstruir la IVª Internacional.
Grupo
de Comunistas Internacionalistas, 11 de agosto de 2014
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